Y ahora pónme ese cubatita. |
Retratar la realidad y la sordidez de la calle sin
resultar pretencioso puede llegar a ser muy complicado. El maniqueísmo toca los cojones. Hay que hablar con propiedad. Cansan los discursos trillados donde los buenos son muy buenos y los malos
muy malos. La exageración se lleva mucho en el cine. Es la magia, dicen
algunos. Y aunque a veces esa magia está bien articulada, al menos en cuanto a la forma, el contenido se atrofia. El discurso se hace débil, teatral. Un batiburrillo mental que termina siendo incoherente. No me creo lo que estoy viendo y cómo se está desarrollando. Porque la mentira, cuando canta, agota muy rápidamente. En la vida y sobretodo en el cine, donde estamos expuestos a una mentira tras otra. Por eso hay que mentir bien. Engañar con criterio. Y convencer a través de lo que se está contando. En definitiva: escribir una buena historia, coherente, o amargarse en el camino hasta conseguirlo y dejarse las tripas por el camino. Si sobre papel es débil y palidece, llevarlo hasta la pantalla será intentar reanimar un ladrillo maquillado.
Personalmente, no conozco a ningún héroe, por eso me cuesta tanto creerme lo que hacen en las pelis. Incorruptibles, puros, con el dogma del bien incrustado en sus cráneos canónicos. Siempre tienen la frase a punto y jamás se cuestionan lo que hacen, porque el bien es innato en el hombre. Lo más duro que sueltan es un pomposo "¡Maldita sea!", mientras el villano, un anticristo pedófilo antisemita, huye riendo como un descosido borracho. Basura. Ya estamos mayores para jugar a las muñecas. Los años hacen que uno exija más seriedad y elaboración. Variedad, en definitiva. Yo lo que sí conozco es a muchos hijoputas. Abundan. También gente inquieta, insegura. Con valores muy variados que suelen entrar en conflicto en un momento determinado. Personas que dudan, torturados atrapados en el mundo gris. La verdad, me decía mi profesor de dirección, suele estar en la escala de grises. El término medio. El blanco y el negro son demasiado simplones. Hay que intentar ser de todo e implicarse emocionalmente. Hasta el final. Y el gris es el mejor tono para conseguirlo. Todos los cabrones tienen un pequeño corazón. Y viceversa. Ahí está la verdad, en mitad del caos y la indecencia. Un amasijo de distintas motivaciones que guían y vinculan a los personajes en ese mundo sombrío proyectado sobre pantalla.
Un buen ejercicio de composición y autoría. |
Exactamente, así es como me ha conquistado Urbizu. Y todo el equipo que
ha estado implicado en "No habrá paz para los malvados". Cine puro, con pelotas y personalidad. Tenso, crudo,
directo. Un discurso convincente de la sórdida Madrid. La capital de la droga,
la corrupción y los trapicheos internacionales. Y entre todo ese lodazal, un policía castizo a
la deriva, un perro viejo apaleado por la vida. Santos Trinidad. Encima con cachondeo. Un tipo con dos cojones y muy
mala hostia. Le va el ron con hielo y medio dedo de coca-cola. Lleva revólver: las automáticas son cosa de críos. Desgreñado y barbudo; botas de punta y tejanos. Coronado se convierte en un salvaje del viejo oeste, sin escrúpulos. La
justicia por su cuenta, al borde de la ley, el clásico llanero solitario con un pasado maldito. Una historia gamberra, pero humilde y hecha
con cariño, que te cuenta lo que te cuenta sin gilipolleces. Todo es muy preciso, con pulso de cirujano. Visualmente espléndida. Porque en España
también hay terrorismo, asesinatos, tiros y policías amargados. Hay sombras y personajes al borde del abismo. No solo hay cine de
tapas y tetas. Hay de todo. Y dentro de ese todo, hay un maestro Urbizu. Cuando le
dejan hacer lo suyo, después de pelear mucho, lo sabe hacer muy bien. Y te atrapa.
Rock n’ roll.
Rock n’ roll.
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