Todos conocemos ya la trama de El Libro de la Selva (1967), las aventuras de un joven Mowgli a través de la inhóspita selva, acompañado por un oso vividor y una pantera rancia con el fin de llevar al niño con los humanos y salvarlo así de una muerte segura a manos de un tigre diabólico. ¿Típica historia Disney? Pues no.
No recuerdo ninguna otra cinta de la monopólica factoría que posea semejante contenido moral, idealista y filosófico. Y mucho menos, narrado con tantísima lucidez. Para un crío normal, El Libro de la Selva es un auténtico orgasmo de imágenes fastuosas, música a tope y frenesí, algo así como zamparse 20 sugus y 50 lenguas pica pica montado en la Rana de la feria. Para un adulto (sensible), es eso y mucho más, una lección de vida.
Durante toda la película, asistimos a una duelo maravilloso entre la optimista y drogada filosofía de vida del oso Baloo y el exasperante sentido de la responsabilidad de la pantera Bagheera. Un duelo precioso porque nos confirma la grandeza del equilibrio que se da entre la existencia plena, sencilla y epicúrea del vividor, y el necesario saber hacer de la frialdad mental del práctico. Vivir sólo del placer puede matarte, pero vivir severamente sin disfrute puede transformarte en zombi. Como si de un teatro se tratara, el oso y la pantera preparan (sin saberlo, pues no dejan de discutir) al joven Mogwli para la madurez. El refrán “cada oveja con su pareja” de El Libro de la Selva no lo debemos entender mal: la obsesión de la curiosa pareja por llevar a Mogwli con los humanos no forma parte de un cristiano mensaje de limitación y catalogación. En absoluto, se trata sencillamente de una destrucción de las falsas ideas modernas de que la selva (la naturaleza en su estado más puro) es un jardín de flores cantarinas que podemos manejar a nuestro antojo. El mensaje ecologista está muy presente en ese discurso, obviamente, pero construido muy lejos de las modas green actuales, mostrándose como una verdad tan clara y necesaria que su comprensión no puede estar sujeta a excusas.
El Libro de la Selva, por suerte, no es sólo eso. Debemos mencionar dos aspectos cinematográficos que hacen que la película de Wolfgang Reitherman sea una producción brillante: su narración y la banda sonora. La dirección es exquisita y práctica, no sólo nos ofrece una película elegantísima, si no que también la hace arrolladoramente entretenida, apoyada sobre un divertido guión repleto de buen gusto que no se pierde jamás en tonterías (uno de los grandes pecados que siempre comete Disney, la dilatación innecesaria) y que nos presenta la historia de forma rápida, sencilla pero profunda, extrayendo todo el jugo posible a la efectiva estructura de La Divina Comedia que, a través de un guía nativo, le presenta al protagonista un mundo y unas ideas construidos mediante una serie de situaciones y personajes simbólicos muy concretos (la serpiente tentadora que confunde, los obtusos elefantes militares, los buitres tristes, el oso profeta, los monos avaros y mentirosos...).
Todo este pack se completa, finalmente, por una banda sonora que es gozo absoluto, el descontrolado hervidero de vida en una selva que nunca calla. La exótica partitura instrumental se mezcla con unas canciones frenéticas de ritmos alocados sabiamente al cargo de maestros como Louis Prima, Pat O’Malley o George Bruns. Con inspiradoras letras que, al son de rock, blues y el jazz más movido, crean este placer desatado que complementa a una narración práctica, la puntita final de ese equilibrio grandioso que acaba siendo El Libro de la Selva.
Cine puro.
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